Hace unos días, el Profesor Gustavo Villamizar sugirió la lectura de dos trabajos del escritor, ensayista y columnista del Diario El Espectador de Colombia William Ospina, el primero trabajo de Ospina llamado "Chávez: una revolución democrática" el segundo titulado "A las puertas de la mitología".
Una tercera sugerencia que no tiene desperdicio, "Chávez entrará a la mitología de los altares callejeros" trabajo especial para el mismo diario Colombiano, en el que Cecilia Orozco Tascón entrevista a Ospina para indagar sobre su posición respecto a Chávez y a Fidel como lideres de las dos principales Revoluciones del continente.
Una tercera sugerencia que no tiene desperdicio, "Chávez entrará a la mitología de los altares callejeros" trabajo especial para el mismo diario Colombiano, en el que Cecilia Orozco Tascón entrevista a Ospina para indagar sobre su posición respecto a Chávez y a Fidel como lideres de las dos principales Revoluciones del continente.
¡Les dejo entonces con LAS SUGERENCIAS DE GUSTAVO!
Por: William Ospina
Sábado 03 de septiembre de 2013
Estemos de acuerdo o no con el socialismo del siglo
XXI, el fallecido presidente de Venezuela se hizo un lugar en la historia
política del continente.
La
diferencia más visible que puede señalarse entre Hugo Chávez y su admirado
Simón Bolívar es esta: que Chávez no tuvo que hacer la guerra para triunfar.
Eso es
también lo que diferencia a Chávez de Fidel Castro y del Che Guevara: detrás de
esas leyendas hay una historia de guerras y de sangre, y Chávez pudo por suerte
asumir el desafío de emprender la transformación de la sociedad, como lo
reclamaban hasta los poderosos de todo el continente, recurriendo sólo a los
instrumentos de la democracia.
Su única
derrota, la del golpe militar que intentó en 1992 contra Carlos Andrés Pérez,
se convirtió al final en otra victoria, porque lo salvó de haber llegado al
poder, en su impaciencia, por la vía traumática de una ruptura violenta de la
institucionalidad. Cuánto no habrá agradecido después que su acceso al poder no
hubiera estado manchado por la violencia, sino que hubiera tenido la
legitimidad de una elección indiscutible. Aunque sus compañeros habían logrado
su objetivo en las provincias, cuando vio que no había podido tomarse el poder
central, él mismo dio la orden a todos sus amigos de rendir las armas y les
dijo que asumiría toda la responsabilidad del levantamiento.
Fue entonces
cuando dejó flotando sobre la sociedad ese “por ahora”, que parecía una
confesión de derrota, pero que pronto se convirtió en una promesa. El pueblo
venezolano lo eligió una y otra vez, para desesperación de sus opositores, que
nunca entendieron que la única manera de enfrentarse a un líder histórico de la
importancia de Hugo Chávez, pasaba por hacer un reconocimiento a la verdad y a
la justicia de su causa.
Un país
riquísimo, cuya riqueza principal pertenece al Estado, es decir, a la
comunidad, había visto con asombro cómo unas élites petroleras arrogantes e
insensibles se paseaban por el mundo como jeques saudíes mientras el pueblo
venezolano se hundía en la pobreza y en el desamparo. Nadie puede negar que
esas élites fueron las que educaron al país en la lógica precaria de los
subsidios y las que nunca hicieron esfuerzos serios por “sembrar el petróleo”,
por convertir la riqueza petrolera en una economía diversa que estimulara el
trabajo social y la iniciativa de la comunidad. Después le reclamarían a Chávez
no haber hecho plenamente en diez años esa siembra y esa diversificación que
ellos no intentaron en 50.
Durante
décadas y décadas la pobreza creció en Venezuela, y a diferencia de Bogotá o de
Buenos Aires, donde es posible mantener la dilatada pobreza oculta a los ojos
de los visitantes, Caracas vio surgir en sus cerros las barriadas de los
desposeídos, las rancherías que contrastaban con la innegable opulencia
petrolera.
Ya en 1989,
la pobreza de las muchedumbres se había convertido en desesperación y Chávez
cosechó lo que los poderes venezolanos habían sembrado: la indignación del
pueblo, la inconformidad, el ahogado espíritu de rebelión al que él le supo dar
finalmente su lenguaje y su rumbo.
Ahora se
quejan de la supuesta falta de modales de este líder seductor e impulsivo, un
hombre de origen humilde que no simulaba aristocracia, que decía lo que sentía
como le gusta al pueblo que se diga: con un lenguaje llano y directo,
desafiante y a veces peligrosamente sincero. Yo dudo que haya habido en
Latinoamérica un político más surgido de la entraña del pueblo, más parecido a
las hondas sabidurías, las malicias, las travesuras y las valentías del alma
popular.
Una de las
muchas cosas que demostró es que se podía hablar de los grandes asuntos de la
economía y de la política en un lenguaje sencillo. Se ha vuelto costumbre entre
nosotros que los jóvenes egresados de Harvard y de Oxford que manejan los
asuntos públicos utilicen para hablar de economía una jerga de iniciados que
hace sentir a todos los demás incapaces de acceder a los arcanos de esa ciencia
imposible. Es un evidente mecanismo de exclusión, algo para alejar a los
profanos; por eso, de las manos de esos ministros eruditos brotan a menudo los
colapsos financieros, los “corralitos” que hunden a países enteros en la ruina,
y la tolerancia de robos descarados como los de DMG en Colombia, que estafaron
a cientos de miles de personas sin que ningún perfumado experto viniera a
explicarle al pueblo y a las clases medias que estaban cayendo, con el
beneplácito del poder, en las redes de unos asaltantes cínicos.
La economía,
de la que depende el bienestar de millones y millones de personas, no puede ser
una ciencia abstrusa e inextricable, y esa farsa descarada es apenas un
mecanismo para mantener a los pueblos lejos de la posibilidad de entender los
procesos y de juzgar los resultados.
Con unas
cuantas alianzas internacionales, y una reducción de la oferta, Chávez logró
que los precios del petróleo alcanzaran cifras asombrosas y tuvo de repente en
sus manos unos recursos incalculables para echar a andar su proyecto. El primer
reclamo que se hizo a su política fue que hubiera dedicado recursos del
petróleo a ayudar a los países vecinos y a conseguir aliados en el mundo. Pero
a comienzos de los años 70 un ilustre antecesor de Hugo Chávez, Salvador
Allende, intentó también transformar su sociedad sin recurrir a la violencia,
confiando en el respeto a las instituciones que proclamaba y exigía el gobierno
norteamericano y que juraban con firmeza los ejércitos y los potentados. Cuando
vieron que Allende intentaba transformaciones reales, el famoso respeto por la
institucionalidad que predicaban el imperio y sus adláteres se fue al piso, y
una conspiración criminal acabó con Allende, con sus sueños y con la fe en la
democracia de toda una generación. Las guerrillas arreciaron por todas partes,
el ejemplo de Pinochet fue seguido por militares de varios países, y una noche
de sables y de crímenes, que todavía tiene sentados en los estrados a esos
viejos generales genocidas, fue el precio que Latinoamérica pagó por la interrupción
del proceso democrático chileno.
De todos los
procesos políticos y culturales que necesitaba vivir América Latina, ninguno es
más importante que la incorporación de los pueblos a la leyenda nacional. La
deformación colonial, prolongada por una tradición de castas señoriales que
borró a los pueblos indígenas, sus lenguas, sus memorias y sus mitologías; que
después de liberar a los esclavos no se esforzó por construir un proyecto de
integración social, de educación, de salud y de incorporación a un relato de
los orígenes; y que postró a los pobres en la inermidad y la exclusión, exigía
en todas partes una gran reforma que devolviera a los pueblos el protagonismo,
liberando su iniciativa histórica.
Esa fue la
tarea que parcialmente cumplieron la Reforma de Benito Juárez y la Revolución
de Villa y de Zapata en México, los gobiernos de Roca e Irigoyen y el
movimiento peronista en Argentina, el movimiento de Eloy Alfaro en Ecuador y la
rebelión de los mineros de Bolivia en 1952. También la lograron los primeros
tiempos de la Revolución cubana, antes de que el bloqueo norteamericano forzara
al Estado a imponer restricciones de guerra. Darle su lugar al pueblo en la
historia es algo que sólo se logra con respeto verdadero, con oportunidades,
con valores, con cohesión social, y fortaleciendo la dignidad de quienes, si no
se les permite ser ciudadanos plenos, tienen que terminar convirtiéndose en
parias o en verdugos.
Cuánto
habría ganado Colombia si le hubiera permitido llegar al poder hace 65 años a
Jorge Eliécer Gaitán. Los 300 mil muertos de la violencia de los años 50, y los
500 mil muertos del resto del siglo, atribuibles por igual a las guerras, la
violencia, la pobreza y el desamparo social, la delincuencia, la proliferación
de las guerrillas y la industria del secuestro, el crecimiento de las mafias,
el desmonte de la estructura institucional, la pérdida de sentido patriótico de
las élites empresariales y la creciente corrupción política, el
paramilitarismo, la juventud arrojada a las guerras de supervivencia, y la
caída de muchos militares en la tentación del crimen y la riqueza fácil, todas
esas cosas se habrían conjurado con la incorporación del pueblo a la leyenda
nacional, que era el sentido profundo del proyecto gaitanista, con la
restauración moral que reclamaba su oratoria enfática y pacífica. De todo eso
posiblemente salvará el pacifismo chavista a Venezuela, y hasta los que lo
odian se lo agradecerán algún día: de vivir en un país como Colombia, donde las
carreteras llegaron a convertirse por momentos en caminos sin retorno, y donde
en los meses de enero y febrero de 2013 ya llevamos contados más de mil
desaparecidos.
Chávez creyó
en la democracia. Entendió que no iba a recurrir a las armas, pero que su
proceso no se abriría camino si caía en la ilusión de ser, en tiempos
imparables de globalización, una aventura encerrada en las fronteras de su
país. Se inspiraba en Bolívar, quien nunca aceptó esa idea estrecha de unos
paisitos incomunicados, y siempre predicó el ideal de la solidaridad y la construcción
de una patria continental.
Los magnates
de cada país saben ejercer su derecho a la universalidad, el derecho absoluto
de cruzar las fronteras con sus capitales, pero miran con recelo la solidaridad
de los pueblos. Las fronteras están cerradas para todo el que no forme parte
del mercado financiero. Chávez conocía suficiente geografía e historia para
tener una idea de geopolítica más amplia y audaz que la de los gobiernos
sujetos sólo a las órdenes del gran capital. Fortalecer a la América Latina era
su única forma legítima y eficaz de fortalecer a Venezuela, y en esa medida no
hacía más que aceptar las reglas de juego de la globalización, que tanto nos
predican como un deber inexorable mientras no pretendamos beneficiarnos de
ellas.
A la sombra
de Chávez, que tenía más poder de forcejeo en el escenario internacional, y
menos obligación de respetar el protocolo, varios procesos democráticos se
abrieron camino en América Latina. Viendo la irreverencia de Chávez, a la vez
estudiada y espontánea, resultó menos discutible la lucha de Evo Morales y los
indígenas bolivianos, y parecían de seda los gobiernos populares de Lula da
Silva y de Rafael Correa, de Néstor y Cristina Kirchner y de Pepe Mujica.
Chávez apostaba las cartas mayores, y estaba listo para respaldar a los
gobiernos amenazados y a los procesos en peligro.
Coincidió el
gobierno de Chávez con el momento de mayor desprestigio del poderío mundial de
los Estados Unidos, el momento de mayor caída de su liderazgo democrático y
moral en el planeta. Los atentados terroristas de Al Qaeda cambiaron el orden
de prioridades del imperio; después de décadas de imposición de políticas
imperiales en América Latina, incluida la criminal Escuela de las Américas, que
educó en la violación de los derechos humanos a una generación de militares en
el continente, los gobiernos norteamericanos abandonaron su interés por la
América Latina, se lanzaron en Asia a grandes invasiones militares, a una
equivocada lucha contra el terror mediante la estrategia del terror, y se hundieron
en la barbarie.
Chávez
entendió la importancia de ese momento histórico: América Latina, perdida la
tutela del hermano arrogante, podía ingresar de verdad en la era de la
globalización y abrirse al mundo. Otras potencias se fortalecían, el dragón
chino había despertado, Rusia recuperaba su fuerza. Y si Estados Unidos,
Francia, Italia, Inglaterra y España recibían alborozados a Muamar Gadafi y lo
dejaban plantar tiendas en sus países, por qué habrían de reprocharle a Chávez
que se acercara al gobernante de un país petrolero con quien tenía intereses
comunes. Chávez al menos no tuvo la indignidad de abrazar a Gadafi ante las
cámaras y bombardearlo cuando se apagaban los reflectores, como lo hicieron los
gobiernos de Francia y de Inglaterra. No fue ofendido por él, lo despidió como
a un amigo, y no entró a saco en esa Libia en ruinas, como Cameron y Sarkozy, a
reclamar el botín del socio abandonado.
Sabía que si
a un nuevo Kissinger, o a una envanecida Condoleezza Rice, se le ocurriera
aconsejar la invasión de su territorio, la respuesta no sería sólo del pueblo
venezolano, sino de Ecuador y Brasil, de Cuba y Nicaragua, de los países
antillanos y Bolivia, de Uruguay, Paraguay y Argentina, pero muy posiblemente
también de China y Rusia, y de mucha gente que lo respetaba en todo el mundo.
Haber garantizado la independencia de su país le permitió hablar con firmeza,
de igual a igual, en el escenario mundial.
El estilo de
Chávez merece muchos comentarios. Hay una anécdota que sin duda ha de ser
apócrifa, pero que a pesar de todo describe muy bien el espíritu de este
luchador a la vez pintoresco y profundo, arrebatado y travieso, desafiante y
desconcertante. Se decía que una vez, en una de tantas cumbres de gobernantes,
esas cumbres de las que él mismo dijo, con un epigrama inolvidable, que “los
gobiernos van de cumbre en cumbre y los pueblos de abismo en abismo”, Chávez se
encontró con la reina Isabel de Inglaterra y corrió a darle un abrazo. La
anécdota añade que los guardias de la reina se interpusieron enseguida,
informándole a Chávez que el protocolo inglés no permitía que nadie abrazara a
la reina, y que Chávez contestó con una sonrisa: “Sí, pero el protocolo
venezolano exige que abracemos a nuestros amigos”. La anécdota, como digo, ha
de ser apócrifa, pero el hecho que ilustra es profundo. Lo que quiere decir, en
una sociedad hondamente marcada por la supremacía de las metrópolis y por la
etiqueta de las potencias, es que en nuestro tiempo un rey y un presidente son
poderes exactamente iguales, que el protocolo inglés no puede ser más
respetable que el venezolano.
En esa
fábula imaginaria está más profundamente expresada que en ninguna otra parte la
verdadera importancia de un hombre como Hugo Chávez para la historia
latinoamericana: en un continente acostumbrado a sentirse subalterno, a ser un
invitado de segunda en el banquete de las naciones, un hombre les recordó a
todos que había pasado el tiempo de la supremacía y de las supersticiones de
superioridad; que si había llegado el tiempo de la democracia y de la República
es porque había llegado el tiempo de los pueblos, y que en el mundo moderno,
como lo quiere todo el arte contemporáneo, como lo anuncian la literatura y la
pintura desde los tiempos de Shakespeare y de Velázquez, un rey y un campesino
tienen la misma dignidad metafísica y estética, un hijo de los llanos de
Barinas y una hija de los castillos de Windsor tienen la misma dignidad y el
mismo valor, y si son aceptados por sus pueblos como representantes y voceros,
no pueden presumir de ningún tipo de jerarquía.
Por fuera de
la anécdota, eso fue lo que hizo Chávez a lo largo de todo su gobierno, y a lo
mejor a lo largo de toda su vida, y con ello no les dio una lección sólo a los
gobiernos de América Latina, sino a cada uno de los ciudadanos de este
continente. Como lo había enseñado Bolívar y lo olvidaron sus sucesores, ya
estamos en igualdad de condiciones con todos los ciudadanos del mundo, pasó la
edad de las diademas, una banda presidencial y una corona son el mismo símbolo,
salvo por la diferencia metafísica de que la corona representa el poder de la
tradición y la banda el poder del presente: a la corona la sostienen millones
de fantasmas y a la banda la tejen millones de voluntades vivientes.
Pero qué gran país es Venezuela; qué alto sentido de respeto por los conciudadanos el de un país que aun en medio de las más borrascosas diferencias de opinión no se hunde en la violencia sectaria y en el baño de sangre que ha caracterizado cíclicamente a algunos de sus vecinos. Venezuela vive hace quince años, no en la polarización, como afirman algunos, sino en la apasionada politización que caracteriza los momentos de grandes transformaciones históricas. Chávez y sus hombres aceptaron llamar revolución al proceso emprendido, pero hay que conceder que el siglo XX dejó la palabra revolución, por generosa, legítima o inevitable que fuera, cargada de bombas y de sangre, de horrores civiles y tragedias imborrables, y en cambio la revolución de Chávez ha consistido en unas decisiones económicas y en unas movilizaciones políticas: no en fusilamientos, ni proscripciones, ni censuras.
Es esto tal
vez lo que le da al proceso liderado por Hugo Chávez su magnitud histórica:
nadie puede ignorar la importancia de lo que ocurre, nadie puede ignorar la
enormidad de los problemas urgentes que ha enfrentado, la enormidad de las
soluciones que ha intentado, y sin embargo se ha cumplido en un clima de paz,
de respeto por la vida, en el marco de unas instituciones, y atendiendo a altos
principios de humanidad y de dignidad.
Los
opositores, que son muchos, lo negarán, como es su derecho, y la prensa de
oposición en Venezuela, que es casi toda, afirmará que estos tres lustros han
sido de persecución y de censura, como lo han dicho a los siete vientos con
todos los recursos de la comunicación moderna en estos trece años. Pero los
opositores no pueden negar la generosidad de propósitos de este proceso, así
como el chavismo no puede negar la civilidad de sus adversarios, en un
continente donde ha habido contrarrevoluciones más feroces y sanguinarias que
las revoluciones a las que combatían.
Los millones
de personas que lloran con el corazón afligido la muerte de su líder, la
dimensión planetaria de esta muerte y la enormidad popular de este funeral
confirman que estamos ante un hecho histórico de grandes dimensiones. La verdad
se conoce: Venezuela es uno de los pocos países del mundo que se han permitido
el lujo inesperado de emprender una transformación histórica con el menor costo
posible de confrontación y de arbitrariedad.
Finalmente,
Chávez bien podría haberle hecho un favor inmenso a la democracia, Chávez
podría ser, en América Latina y a comienzos del siglo XXI, el hombre que refutó
la teoría de que la violencia es el motor de la historia. Muchos habrán querido
forzarlo a la violencia, muchos soñarán aún con intentarlo, pero cuando ya
creíamos que era verdad que el Estado existe sólo para garantizar privilegios y
para mantener lo establecido, alguien ha venido a demostrarnos que la
democracia puede ser un instrumento de transformaciones reales, que abran
horizontes de justicia para las sociedades.
Hugo Chávez,
con su mirada sonriente de llanero y su sonrisa profunda de hombre del pueblo,
bien podría haber hecho algo mucho más profundo y perdurable que inventar el
socialismo del siglo XXI: es posible que haya inventado la democracia del siglo
XXI.
fuente: http://www.elespectador.com/noticias/elmundo/articulo-409274-chavez-una-revolucion-democratica
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