miércoles, 5 de septiembre de 2018

El viaje. Parte I. Por Walther Sierra.

6:30 p.m. finalmente el autobús se mueve. Se inicia la travesía de un viaje largo que promete muchas experiencias. Por ahora sólo hasta Caracas, la capital que siempre está en ebullición y donde siempre hay algo por hacer. Hace exactamente un año de mi última estadía en la Capital, la misma capital que seduce como mujer fatal, bella pero que también puede ser peligrosa si no sabes como tratarla. La capital, cargada de amores y de riesgos.

El autobús va lento, yo observó por el ventanal, el Corozo pasa en cámara lenta, techos de teja, techos de concreto, techos de latón, todos se van fijando en mi mirada, hasta el mas mínimo detalle para que nada se olvide. El Torbes también se mueve, hasta juntarse con el Quinimarí más adelante, creo que juntos me dicen a lo lejos "nos vemos pronto".

Vega de Aza, primera parada. Yo sigo viendo desde el ventanal. Los choferes bajan, saludan al Guardia que se acerca. Los choferes abren la compuerta del maletero, otro guardia revisa. Los choferes conversan en confianza con el primer guardia, pasan 15 minutos. Los choferes se despiden del guardia, se estrechan la mano y se ríen.

Avanzamos un poco, el autobús se para, el autobús se apaga. Mis compañeros de viaje conversan, yo escribo, miro por el ventanal, agudizó el oído y escucho... hay renacuajos cantando, es un concierto. Todo no es malo, el autobús se apaga pero la naturaleza canta.

Los choferes bajan, abren la compuerta del motor, revisan. Pasan unos minutos y con un corcobeo lo encienden. Se apaga de nuevo. Siguen los intentos, sigue el corcobeo. Pasan el tiempo y el motor se enciende, los pasajeros conversan, ya el ruido me saboteó el concierto, los renacuajos seguirán felices en su laguna, o en un charco, quien sabe.

Pasaron unos 15 o 20 minutos más o menos, no sé; estaba mejor el concierto y no tome el tiempo. El autobús retoma su andar despacio, con cautela, como quien prueba un invento. El autobús se mueve y ojalá siga moviéndose -eso pienso-. Rodamos unos metros, volvemos a parar. De nuevo la rutina hasta la compuerta del motor, solo que esta vez el motor no se apagó. Unos minutos y avanzamos de nuevo. Ahora parece más seguro -eso espero-, ahora la cautela es por los desniveles, las fallas de borde y demás huellas dejadas por la naturaleza en la vía, después de un aluvión enviado para reafirmar su dominio.

Ya pasamos, ya avanzamos. Yo, veo como la noche se apodera de todo y la oscuridad sinuosa solo deja ver siluetas ¿Habrá algún espanto ahí afuera? -pregunto-. Si lo hay, seguramente está ocultándose entre el monte, ocultandose de la luz artificial de los bombillos y el ruido de los carros que van y vienen y espantan todo. Pobres espantos -pienso- ya ni asustar en paz pueden (hay más desniveles y el autobús se bambolea).

El viaje sigue, son las 8:00 p.m. escribo y pienso en la ciudad que se va quedando atrás, en las calles y en la gente, en los amigos, en los amores de antes, en los de ahora y hasta en los futuros que aún no nacen o están tímidos. Siempre es bueno pensar en el amor y pensar con amor, se reconforta el alma. Alguien escribió una vez que después de todo, siempre le quedaba París, bueno, a mi no me queda París, pero después de todo siempre tendré a San Cristóbal, así esté en la conchinchina. ¡Ja!

@WALTHERSM1
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